miércoles, 9 de febrero de 2011

Ching Shih, Pirata De Los Mares De China

Ching Shih, (1775-1844) la mujer pirata, se hizo a la mar y a la piratería cuando su marido, el jefe de los corsarios, murió. Al mando de su tropa saqueó, arrasó aldeas y pasó a cuchillo a quien se le puso por delante.
Estuvo al mando de  seis enormes escuadras, de quinientos barcos con veinticinco cañones por banda.

La quimera pirata, con su espíritu rabiosamente montaraz, no podía excluir a las mujeres. 
En China todo es exquisitez, incluso en la atrocidad, venía a decir. Además, la piratería china de comienzos del siglo XIX se vio reducida al imperio absoluto de una mujer: Ching Shih, que por supuesto le aportó los donaires, la fineza y la exquisitez propios del sexo débil.

El siglo XIX fue el escenario de las andanzas de esta pirata, también conocida como Madame Ching, Hsi Kai, Shih Yang, Kai Ching Yih o Ching Yih Saou, Ching Yih Saoa, Cheng I Sao, Xheng Yi Sao.
Nació en 1775, en China y su historia comienza en el mundo de la prostitución, del que consigue salir al casarse con un capitán pirata.

Cierto día, la señora Ching se convirtió en la esposa del señor Ching, que desde 1797 dirigía el consorcio de los piratas. Sus barcos distribuían generosamente el terror a lo largo y ancho de todos los ríos y los mares habidos y por haber, hasta que el emperador, más que harto de tanta degollina y expolio, nombró a Ching maestre de los establos imperiales. Cuentan que, Ching se infló como un pavo tras recibir su nuevo título y, por supuesto, una vez que el asunto se le subió a la cabeza, fue perdiendo brío hasta el punto en que sus colegas del consorcio, desolados ante las manifiestas memeces y ringorrangos del jefe, le obsequiaron con un plato de orugas venenosas, servidas con una guarnición de rico arroz. Sea como fuere, el caso es que Ching murió, y, con toda probabilidad, no de muerte natural.

Su viuda, lejos de sentirse desconsolada y abandonarse a una femenil depresión, se hizo cargo del negocio familiar ocupando acto seguido el lugar de su marido. Y llevó el mando y las cuentas con mano y voluntad de hierro.
Borges la describe como “una mujer sarmentosa de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor que los ojos”. Yo, sin embargo, prefiero imaginarla como el objeto de este poema chino del siglo XIV: 

“Atrapada por el viento suave, / su falda de seda ondea y se agita. / El loto florece en los zapatos ajustados, / ¡como si ella pudiera mantenerse sobre las aguas otoñales! / La punta de sus zapatos no asoma más allá de la falda, / por temor a que se vean los pequeños bordados”.

Los pies atados eran por entonces un símbolo de castidad y mantenían a la mujer dentro de casa haciéndola incapaz de andar muy lejos de ella. La señora Ching anduvo por donde le dio la gana. Pero también es cierto que los manuales amorosos chinos eran bastante específicos sobre el uso de los pies atados como zonas erógenas, que constituían una auténtica obsesión sexual.
Con pies atados o libres, la señora Ching se convirtió en la reina absoluta de seis enormes escuadras, con quinientos barcos de quince a doscientas toneladas cada uno, dotados de veinticinco cañones en ambas bandas.
No estaba nada mal para una mujer de carácter como ella. 


Los colores de las oriflamas eran rojo, verde, amarillo, violeta y negro, y la sexta escuadra lucía el emblema de una serpiente. Sus comandantes tenían nombres refinados del estilo de Pájaro y Sílex, Alto Sol, Joya de Toda la Tripulación y Olla Llena de Peces. Aunque podemos objetar que los nombres de los bellacos, más que elegantes, podían pasar por cursis, la verdad es que los capitanes sometían a sus alféreces a un orden nada propia de damiselas. El reglamento de la señora Ching era de todo menos blandengue. Indicaba con meridiana claridad que “si un hombre va a tierra por su cuenta, o si comete el acto llamado ‘franquear las barreras’, se le horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en caso de reincidencia, se le dará muerte”. También prohibió “tomar a título privado la menor cosa del botín procedente del robo y el pillaje. Todo será registrado, y el pirata recibirá, de las diez partes, dos para él; las otras ocho corresponderán al almacén denominado fondo general. Tomar lo que quiera que fuere del fondo general traerá consigo la muerte”.

La viuda, como algunos tiranos de la antigüedad griega, cuando se ponía a pensar en castigar una falta, lo primero que se le ocurría –por insignificante que fuera dicha infracción – era penarla con la muerte, así que con las faltas graves ya no se le ocurría ninguna otra penitencia mejor o más ejemplarizante: “Nadie deberá seducir para su placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en el campo y llevadas a bordo de un navío. Se deberá, primeramente, pedir permiso al ecónomo, y retirarse a la cala del navío. El uso de la violencia con una mujer sin el permiso del ecónomo será castigado con la muerte”.

La viuda Ching era tan sumaria como Napoleón, y de una eficacia parecida, según puede deducirse. Pronto prohibió hablar de botín –una palabra con tintes bárbaros, casi occidentales – y se refirió al fruto de sus rapacerías como “productos trasbordados”.

Mientras su pequeño ejército se entretenía rebozándose de cieno entre los juncos, o jugando a los naipes, o cocinando orugas y embadurnándose el cuerpo con dientes de ajo antes de una ofensiva, en el año 1808 una flota imperial, impresionante incluso para la señora Ching, la atacó sin piedad hasta que los cadáveres flotaron en el mar en tal número que bien podrían haberse confundido con la espuma de las olas. Pero la viuda, con sus ardides, sus profecías, su gong y sus tambores, además de su encantadora ferocidad, venció en la contienda.
El almirante imperial, Kuo-Lang, no fue capaz de superar la derrota y acabó suicidándose después de mantener un nada honroso altercado con el lugarteniente de la viuda, el joven y bien cebado Pao, un tipo capaz de llorar como un niñito y de soltar una parrafada filosófica, con ínfulas de lánguido poema en prosa, como la siguiente: “Nosotros somos como los vapores que el viento dispersa, semejantes a las olas del mar que el torbellino levanta. Como bambúes quebrados sobre el mar, flotamos y nos hundimos alternativamente, sin gozar nunca de reposo. Nuestros éxitos en la encarnizada batalla van a hacer pesar pronto sobre nuestros hombros las fuerzas unidas del gobernador. Si nos persiguen por los canales y las bahías del mar, cuyos mapas ellos poseen, ¿no habremos de hacer grandes esfuerzos?”.
Toda una tierna declaración de buenas intenciones que no sirve de mucho porque, en cuanto se liquida el asunto, él y la viuda, junto al resto de los miembros de la flota, se lanzan de nuevo a matar, a saquear y a violar doncellas que luego venden provechosamente en Macao.



El negocio de la viuda continúa siendo de lo más floreciente durante un largo año más, justo hasta que el emperador le envía como regalo a un nuevo almirante, Tsuen-Mon-Sun, que la somete a una tenaz y porfiada cruzada que la deja exhausta y la humilla con la derrota.
Dicen las crónicas que su gente se defendió con bravura, se cuenta el caso de una mujer pirata que, armada de un machete en cada mano, les rebanó el cuello a un buen montón de soldados imperiales antes de caer abatida en la cala.

A pesar de todo, la viuda Ching consigue rearmarse y continúa con sus fechorías, gobernando escuadras cada vez más fortalecidas, devastando aldeas y sembrando el terror allá donde pisa o navega, como un ángel de la muerte.
Pekín le envía a un caudillo guerrero de los más temibles: el almirante Ting Kvei, y la señora está a punto de hincarse de hinojos, derrotada, nada más ver la puesta en escena del sujeto. El almirante irrumpe en el mar con una flota inconmensurable armada de astrólogos y máquinas de guerra.

 
Borges lo contó diciendo que “la viuda se afligía y pensaba. Cuando la luna se llenó en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció tocar a su fin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si un ilimitado castigo se abatirían sobre la zorra, pero el inevitable fin se acercaba. La viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del comando imperial. Era el atardecer; el cielo estaba lleno de dragones, esta vez amarillos. La viuda murmuraba unas frases: ‘La zorra busca el ala del dragón’, dijo al subir a bordo”.

Además de las maravillosas invenciones narrativas de Borges, los anales –como siempre– dan dos versiones bien distintas del fin de la viuda Ching, igual que las dieron sobre el de su marido. Para unos, llegó a un acuerdo con el Gobierno y terminó dirigiendo una empresa de contrabando de opio. De nuevo jefa emprendedora donde las hubiese, y antes muerta que modesta, se hizo llamar Esplendor de la Verdadera Instrucción, y quizá se sintió satisfecha por una vez en su vida.

La otra versión cuenta que se retiró de las industrias del mundo y se casó con un gobernador. De ser así, no se sabe a ciencia cierta si volvió a enviudar o si, por el contrario, dejó viudo un día a ese santo varón que tuvo los arrestos suficientes para volver a desposarla.

Fuente de datos:
*”La Pirata del mar de China” – Ángela Vallvey – El País Semanal

2 Comments:

emala said...

Un blog que merece la pena visitar. Una variedad de síntesis biográficas de personajes históricos, transmitidos con lenguaje claro y ameno. El conjunto alcanza unidad narrativa. Enhorabuena

biografias said...

Gracias por tu comentario Eloy, siempre serán bienvenido.

Saludos.

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