jueves, 12 de enero de 2012

Leopoldo II De Bélgica, El Genocida del Congo


Leopoldo II de Bélgica

El primer genocida de la historia contemporánea no actuó movido por convicciones ideológicas, ni por intensos odios radicales, como es el caso de otros muchos genocidas en la historia. En cambio, Leopoldo II de Bélgica actuó, lisa y llanamente, por una irrefrenable avidez de dinero y poder.

“Pequeño país, pequeña gente”, había dicho Leopoldo II refiriéndose al estado que iba a heredar. Creció animado por el impulso de poseer algo mucho mayor que su minúscula Bélgica, que tenía una superficie similar a la provincia española de Murcia
Interesado por la geografía, recorrió el Mediterráneo y el sudeste de Asia, visitando los territorios dominados por las potencias europeas. Llegó a la conclusión de que, en sus propias palabras “Bélgica necesita una colonia” y, tras fracasar en sus intentos de comprar las islas Fidji, o incluso las Filipinas a los españoles, giró su mirada hacia África y siguió con sumo interés las expediciones de Cameron Stanley.

Cuando Stanley cruzó el continente negro de este a oeste descubriendo el Congo, Leopoldo se dio cuenta de que ese territorio apenas cartografiado podía ser la colonia con la que soñaba. Se reunió con él y le patrocinó su segundo viaje con el objetivo de que construyese una carretera y le comprase todo el marfil que pudiese. Al mismo tiempo, comenzó a crear una maraña de asociaciones filantrópicas que justificasen sus actividades en el Congo.


Con habilidad zorruna, se dio cuenta de que una expedición militar no tendría apoyo en su país ni en la comunidad internacional, y decidió ocultar sus intereses bajo el revestimiento de nobles objetivos humanitarios para civilizar los territorios africanos, cristianizarlos y, sobre todo, liberarlos de los traficantes árabes de esclavos.

Una gran Hacienda en África
Durante el congreso de Berlín de 1884-85, en el que los europeos se repartieron África, vio aprobado internacionalmente su dominio sobre la nueva colonia. De inmediato, en mayo de 1885, creó por decreto real del Estado Independiente del Congo, del cual se hizo soberano personalmente. El nuevo país era sesenta y seis veces mayor que Bélgica. Su sueño se cumplía.
El anzuelo con el que Leopoldo II se había ganado a las potencias internacionales para que permitiesen sus ambiciones, era que el Congo sería una zona de libre comercio. Pero pronto lo incumplió exigiendo impuestos a la importación. Mientras, creaba una red de infraestructuras (ferrocarril  y carretera) destinada a extraer marfil  y establecía un sistema de comisiones para sus agentes, que mejoraban cuanto más barata obtenían la materia prima. Prohibió la circulación de dinero en el país, de forma que los únicos que cobraban eran los blancos europeos que contrató como mercenarios para imponer el orden, o como comisionistas.
Tanto los unos como los otros podían utilizar la fuerza para conseguir sus objetivos, y vaya si lo hicieron. Hacían trabajar a los nativos sin horario con la única compensación (no había dinero para ellos) de no ser castigados, mutilados o asesinados.



Por ejemplo, un funcionario del Estado del Congo explicaba cómo sus baúles y cajas eran transportados por “filas de pobres diablos encadenados por el cuello”, y un norteamericano de los primeros en denunciar los malos tratos en el Congo, declaró que “me ofrecieron esclavos a pleno día”, y escribió una carta abierta al propio Leopoldo denunciando que “el gobierno de Vuestra Majestad compra, vende y roba esclavos. Da tres libras esterlinas por cabeza de esclavos físicamente aptos para el servicio militar… La mano de obra de los puestos del gobierno de Vuestra Majestad en el cauce superior del río está compuesta por esclavos de todas las edades y de ambos sexos”. Este mismo denunciante narraba como “dos oficiales del ejército belga vieron a cierta distancia desde la cubierta de su vapor a un nativo en su canoa… Se apostaron cinco libras esterlinas a que podían acertarle con sus rifles. Se hicieron tres disparos y el nativo cayó muerto, con la cabeza perforada”.

Caucho o amputación

Pero lo peor estaba aún por llegar. Después de que John Dunlop inventara los neumáticos de caucho, la demanda mundial de látex, su materia prima, se había disparado en la industria automovilística y de bicicletas, y se inició una carrera comercial internacional para dominar el mercado. Para adelantarse a la competencia de otras latitudes, Leopoldo impuso personalmente altas cuotas de producción de caucho en el Congo, obligando a la población indígena cumplirla con métodos coercitivos de la mayor violencia. La cuota que se les imponía implicaba un trabajo a jornada completa en condiciones durísimas, extrayendo la materia subidos a los árboles en zonas pantanosas, y luego haciendo sacar la sustancia viscosa hasta coagular, lo que a veces se podía conseguir poniéndola sobre el propio cuerpo y arrancándola luego de forma dolorosa.



Obviamente a los nativos no les gustaba esta tarea. Así que había que usar la fuerza. Si un poblado no cumplía con su cuota, se retenía a sus mujeres como rehenes hasta que las aportaran, y luego se las revendían a sus familias a cambio de ganado. La coerción era más terrible aún si un poblado desobedecía y se negaba a recolectar caucho: entonces el castigo establecido consistía en la amputación violenta. Se les cortaba una mano y se exhibían luego cestas de manos cortadas en otros poblados para disuadirlos e incitarlos al trabajo.
En 1896 se publicó la noticia de que uno de los funcionarios belgas más conocido por su crueldad, el comisario del distrito León Flévez, había recibido en un solo día 1.308 manos cortadas.
Un misionero norteamericano descubrió 81 manos amputadas y ahumadas al fuego. Algunos funcionarios, como Flévez, ordenaban cortar cabezas tras expediciones de castigo en las que se tiraba a matar.
Para aumentar el ritmo de producción, los soldados del ejército de Leopoldo, o los “centinelas” (milicias) de la compañía de caucho, cobraban primas en función de las cantidades suplementadas de caucho recolectado, lo que les incitaba a endurecer cada vez más los métodos de presión sobre los trabajadores. El látigo llamado chicotte , hecho con piel de hipopótamo, se hizo tristemente famoso y se utilizaba para torturar tanto a mayores como a niños.



El fin de una obsesión
La demanda explosiva del caucho en los mercados americano y europeo fue la peor noticia posible para la población congoleña, y marcó la etapa más temible de la dominación de un Leopoldo II consagrado en cuerpo y alma a aumentar su riqueza, obsesionado por los beneficios.

No sería hasta 1907 cuando cedería su soberanía a Bélgica, obligado por los tremendos informes de abusos que redactaron los misioneros, diplomáticos, y finalmente, una comisión de investigación del parlamento belga. Este relató los horrores del trabajo de los porteadores o los castigos humillantes a los que se sometía a hombres y mujeres, como el de una mujer a la que habían introducido arcilla en la vagina.

A pesar de la amplia difusión, Leopoldo salió bien parado y el Estado belga, que se quedó con el Congo para quitarlo de las manos del rey, asumió sus deudas (110 millones de francos) y le pagó otros 95 millones, de los cuales 50 fueron “como señal de gratitud por los grandes sacrificios realizados por él a favor del Congo”.

Se calcula que durante su dominio, y hasta 1920, la población del Congo se redujo en diez millones de personas entre muertes y descenso de la natalidad.

Fuente de Datos:
*”Genocidas en Serie” – José Ángel Martos  - Muy Historia

5 Comments:

Mari-Pi-R said...

Horrores del pasado que todavía existen desgraciadamente en ciertos países como las torturas en Siria.
Un abrazo y me alegro de leerte de nuevo

biografias said...

Mari-Pi-R, y seguirán existiendo. Parece que el mundo tiende a obviar estas barbaries.

Un abrazo

Ccasconm said...

Lo peor es que ya Bartolomé de las Casas, trescientos años antes de que estos horrores se cometieran, ya había abogado por indios, pero no por los seres de raza negra. La crueldad humana a veces llega a parámetros que son difíciles de ser explicados y esto ocurre a veces en las pequeñas cosas, en el día a día.
Saludos

biografias said...

CarmenBéjar, efectivamente resulta algo inexplicable, pero lamentablemente más común de lo que conocemos.

Un abrazo

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